Una vez aceptamos que nada se puede
hacer, cuando perdemos la esperanza y nos entregamos, encontramos una
verdadera paz. Fight Club siempre será adolescente, pero algo
podemos también aprender de ella. Óscar acepta su derrota, aunque
parcial, y no duda en sentarse a beber con la decadente figura frente
a él configurada. No sólo acepta su presencia sino que además
parece resultarle incluso anodina: no la toma en serio, parece
aburrirle. En la locura encontramos pues el destello de soberbia y
potencia que no encontramos en su Yo normal.
J. está tranquilo y parece tener algo
importante que contarnos. Del mismo modo que él no se presenta, y
accede directamente a su historia, nosotros obviaremos su
procedencia, para poder centrarnos sólo en el nucleo de aquello que
diga: será un símbolo abstracto para nosotros, pues no es Real ni
tiene una relación con ello. Aunque sí hay que mencionar una
relación de este ente con una parcela de la realidad: el Pasado.
Deberemos mantener en mente ésto durante todo el mediometraje: la
importancia que tiene el Pasado en la Locura.
Empezamos hablando del Infierno, para
llegar a Dios, y con éste debe llegar también el Paraíso. Para todos
existe esa 'lugar ideal', donde una vez fuimos felices, pasamos
nuestra infancia, vivimos nuestra vida. No sólo es un lugar sino
también un momento, porque conlleva situaciones, y así J. nos habla
de sus veranos en la playa. Allí él encontró a su ser Divino y así
accedió al Paraíso, en la mejor de las situaciones, rodeado de su
lugar y de su momento.
Pero los fantasmas nunca vienen a
alentarnos, sino a prevenirnos de la cercana disolución de las
cosas. Con un tono absurdo, unos escenarios divertidos, porque creer que un sueño fue realidad siempre será infantil, J. desvela
como su ensoñación desapareció de la noche a la mañana y ese
acceso a lo trascendente no le salvo de la vuelta a la realidad. Al
contrario, hizo de ella un nuevo Infierno, pues tras haber
experimentado el éxtasis cualquier otro goce nos parece nímio e
insustancial. El mar se congela, las personas cambian y todo pasa a
tener un color desagradable, sucio, en comparación a aquello que tan
feliz nos hizo.
J. nos recuerda que ese acceso a lo
Divino no tiene por qué suponer nada. Nosotros somos quienes creamos
nuestras realidades y por esa misma condición podemos despertar de
ellas, y bien importante es ser consciente que nada volverá a ser lo
mismo tras esa efimeridad en lo sagrado. Nada volverá a parecernos
digno en la vida excepto esos momento dónde estuvimos en el más
allá con Dios, en la playa, entre los pescadores. Ésto nos
volverá ridículos, haciéndonos negar la realidad, conscientes de
la verdad de la misma, pero incapaces de anteponerla a nuestros
sueños y aspiraciones ahora rotos. Uno se vestirá de hawaiano
aunque veranee en la montaña, rodeado de nieve, negando el exterior
porque el regreso a la realidad fue demasiado duro como para poder
seguir lidiando con ella.
Óscar debe entender el peso que
tendrá el día de mañana lo que hoy haga. No habrá vuelta atrás,
no podrá volver a su monasterio a rezar tras tocar al ente divino,
pues el ya no volverá jamás a ser el mismo, y éste podría no
quedarse, abandonándolo en tierra de nadie. Óscar debe prepararse
en lo Real su acceso a lo Trascendente, pues este primero mismo
cambiará en su contacto con lo mágico.
La realidad niega, lo externo confirma
cómo semejante tarea siempre supondrá demasiado para un hombre. No
podemos evitar que nuestros sueños, esas imágenes irreales que por
alguna razón nos asaltan por las noches, impregnen la vida misma, y
la transforme. El peor sueño no es aquel dónde sufrimos, sino aquel
dónde somos felices de verdad, para posteriormente despertar. ¿Deberíamos arriesgarnos a tener este tipo de sueños?